Cuando uno tiene que jugar a vivir en otro lugar, la piel se vuelve de cuero de chancho y de tela de cebolla a la vez.
Por mucho tiempo mi piel era más bien de cuero de chancho: los afectos resbalaban por mi piel; todo lo que tocaba y recibía tenía el sello que todo vínculo estaba destinado a terminar. Esa piel era útil para cuidarse del futuro. Estaba garantizado: no entraba frío. Pero tampoco entraba suficiente calor.
Más tarde el amor me ayudó a descascarar esa piel que luego fue del color de los músculos y las venas. Solo me cubría una tela de cebolla. Cada palabra me sacaba roncha, cada presencia en el camino me inundaba de lágrimas. Esa piel no hace sostenible el presente. Entraba demasiado frío y demasiado calor.
Viajar es como disponer de una vida adicional con una fecha de término algo más clara que la de la vida. Por eso nos acordamos más de la muerte, la partida, y subrayamos los encuentros. Por eso quizás, uno agudiza la mirada y sabe reconocer a un amigo al poco rato de conocerlo, o le prescribes un acto psicomágico porque casi de inmediato esa persona te provoca el deseo que sea feliz.
Cone estos amigos rápidamente me he despojado del cuero de chancho y he quedado en tela de cebolla.
Pero no me gusta manchar con sangre los aeropuertos. Por eso me vuelvo a vestir con el cuero de chancho, así el cuerpo puede agradecer y conservar mejor los recuerdos; así puede usar esa materia gaseosa en obra, en materia que trasciende al simple par de personas involucradas y se vuelve semillas que quizás inspirarán a otras personas en otros viajes, en otros tiempos.
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¡Raya estas murallas!